(Fragmento del artículo "La fijación de la creencia" de Charles S. Peirce publicado en 1877)
En general sabemos cuándo queremos plantear una cuestión y cuándo queremos realizar un juicio, ya que hay una desemejanza entre la sensación de dudar y la de creer.
Pero esto no es todo lo que distingue la duda de la creencia. Hay una diferencia práctica. Nuestras creencias guían nuestros deseos y conforman nuestras acciones. Los "Asesinos", o seguidores del Viejo de la Montaña, solían a la más mínima orden lanzarse a la muerte, porque creían que la obediencia hacia él les garantizaba la felicidad perpetua. De haberlo puesto en duda no habrían actuado como lo hacían. Pasa lo mismo con toda creencia, según su grado. El sentimiento de creer es un indicativo más o menos seguro de que en nuestra naturaleza se ha establecido un cierto hábito que determinará nuestras acciones. La duda nunca tiene tal efecto.
No podemos tampoco pasar por alto una tercera diferencia. La duda es un estado de inquietud e insatisfacción del que luchamos por liberarnos y pasar a un estado de creencia; mientras que este último es un estado de tranquilidad y satisfacción que no deseamos eludir o cambiar por una creencia en otra cosa. Al contrario, nos aferramos tenazmente no meramente a creer, sino a creer precisamente lo que creemos.
La duda y la creencia tienen así efectos positivos en nosotros, aunque de tipo muy diferente. La creencia no nos hace actuar automáticamente, sino que nos sitúa en condiciones de actuar de determinada manera, dada cierta ocasión. La duda no tiene en lo más mínimo un tal efecto activo, sino que nos estimula a indagar hasta destruirla. Esto nos recuerda la irritación de un nervio y la acción refleja producida por ello; mientras que como análogo de la creencia en el sistema nervioso tenemos que referirnos a las llamadas asociaciones nerviosas –por ejemplo, a aquel hábito de los nervios a consecuencia del cual el aroma de un melocotón hace agua la boca.
El fin de la indagación
La irritación de la duda causa una lucha por alcanzar un estado de creencia. Llamaré a esta lucha indagación, aunque debo admitir que no es esta con frecuencia una designación muy adecuada.
La irritación de la duda es el solo motivo inmediato de la lucha por alcanzar la creencia. Lo mejor ciertamente para nosotros es que nuestras creencias sean tales que verdaderamente puedan guiar nuestras acciones de modo que satisfagan nuestros deseos; y esta reflexión hará que rechacemos toda creencia que no parezca haber sido formada de manera tal que garantice este resultado. Pero sólo lo hará así creando una duda en lugar de aquella creencia. La lucha, por tanto, empieza con la duda y termina con el cese de la duda. De ahí que el solo objeto de la indagación sea el establecer la opinión. Podemos elucubrar sobre que estos no nos basta, y que lo que buscamos no es meramente una opinión, sino una opinión verdadera. Pero si sometemos a prueba esta elucubración se probará como carente de base; pues tan pronto como alcanzamos un acreencia firme nos sentimos totalmente satisfechos, con independencia de que sea verdadera o falsa. Y está claro que nuestro objeto no puede ser nada que esté fuera de la esfera de nuestro conocimiento, pues nada que no afecte a la mente puede ser motivo de esfuerzo mental. Lo máximo que se puede afirmar es que buscamos una creencia que pensaremos que es verdadera. Pero que es verdadera lo pensamos de cada una de nuestras creencias, y, en efecto, el afirmarlo es una mera tautología.
Que el establecimiento de opinión es el solo fin de la indagación es una muy importante proposición. Hace desaparecer automáticamente diversos conceptos vagos y erróneos de prueba. Podemos señalar aquí unos pocos.
Algunos filósofos han imaginado que para iniciar una indagación era sólo necesario proferir una cuestión, oralmente o por escrito, ¡e incluso nos han recomendado que empecemos nuestros estudios cuestionándolo todo! Pero el mero poner una proposición en forma interrogativa no estimula a la mente a lucha alguna por la creencia. Tiene que ser una duda viva y real, y sin esto toda discusión resulta ociosa.
Una idea muy común es la de que una demostración tiene que basarse en ciertas proposiciones absolutamente indudables y últimas. Según una escuela, éstas son primeros principios de naturaleza general; según otra, son sensaciones primeras. Pero, de hecho, una indagación, para que tenga aquel resultado completamente satisfactorio llamado demostración, tiene sólo que empezar con proposiciones perfectamente libres de toda duda actual. Si las premisas no se ponen de hecho en duda en absoluto, no pueden ser más satisfactorias de lo que son.
A algunos parece que les gusta argüir algo después de que todo el mundo esté completamente convencido de ello. Pero no puede realizarse ningún ulterior avance. Cuando la duda cesa, la acción mental sobre el tema llega a su fin, y si continúa sería sin propósito alguno
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