"Ninguna sociedad es perfecta. Todas implican por
naturaleza una impureza incompatible con las normas
que proclaman y que se traduce concretamente por cierta
dosis de injusticia, de insensibilidad, de crueldad. ¿Cómo
evaluar esta dosis? La investigación etnográfica lo
consigue. Pues si es cierto que la comparación de un pequeño
número de sociedades las hace aparecer muy distintas
entre sí, esas diferencias se atenúan cuando el
campo de investigación se amplía. Se descubre entonces
que ninguna sociedad es profundamente buena; pero
ninguna es absolutamente mala; todas ofrecen ciertas
ventajas a sus miembros, teniendo en cuenta un residuo
de iniquidad cuya importancia aparece más o menos
constante y que quizás corresponde a una inercia específica
que se opone, en el plano de la vida social, a los esfuerzos
de organización.
Esta frase sorprenderá al amante de los relatos de viajes
que se emociona frente al recuerdo de las costumbres “bárbaras”
de tal o cual población. Sin embargo, esas reacciones
a flor de piel no resisten a una apreciación correcta
de los hechos y su reubicación en una perspectiva ampliada.
Tomemos el caso de la antropofagia, que de todas
las prácticas salvajes es la que nos inspira más horror y desagrado.
Se deberá, en primer lugar, disociar las formas
propiamente alimentarias, es decir, aquellas donde el apetito
de carne humana se explica por la carencia de otro alimento
animal como ocurría en ciertas islas polinesias.
Ninguna sociedad está moralmente protegida de tales
crisis de hambre; el hambre puede llevar a los hombres a
comer cualquier cosa: el ejemplo reciente de los campos de
exterminación lo prueba.
Quedan entonces las formas de antropofagia que se
pueden llamar positivas, las que dependen de causas místicas,
mágicas o religiosas. Por ejemplo, la ingestión de una
partícula del cuerpo de un ascendiente o de un fragmento
de un cadáver enemigo para permitir la incorporación de
sus virtudes o la neutralización de su poder. Al margen de
que tales ritos se cumplen por lo general de manera muy
discreta –con pequeñas cantidades de materia orgánica
pulverizada o mezclada con otros alimentos–, se reconocerá,
aun cuando revistan formas más francas, que la condenación
moral de tales costumbres implica una creencia
en la resurrección corporal –que será comprometida por la
destrucción material del cadáver– o la afirmación de un
lago entre el alma y el cuerpo con su correspondiente dualismo.
Se trata de convicciones que son de la misma naturaleza
que aquéllas en nombre de las cuales se practica la
consumación ritual, y que no tenemos razones para preferir.
Tanto más cuanto que el desapego por la memoria
del difunto, que podemos reprochar al canibalismo, no es
ciertamente mayor –bien al contrario– que el que nosotros
toleramos en los anfiteatros de disección.
Pero sobretodo, debemos persuadirnos de que si un
observador de una sociedad diferente considerara ciertos
usos que nos son propios, se le aparecerían con la misma
naturaleza que esa antropofagia que nos parece extraña a la
noción de civilización. Pienso en nuestras costumbres judiciales
y penitenciarias. Estudiándolas desde afuera, uno
se siente tentado a oponer dos tipos de sociedades: las que
practican la antropofagia, es decir, que ven en la absorción
de ciertos individuos poseedores de fuerzas temibles el
único medio de neutralizarlas y aún de aprovecharlas, y las
que, como la nuestra, adoptan lo que se podría llamar antropoemía
(del griego emein, “vomitar”). Ubicadas ante el
mismo problema ha elegido la solución inversa que consiste
en expulsar a esos seres temibles fuera del cuerpo social
manteniéndolos temporaria o definitivamente aislados,
sin contacto con la humanidad, en establecimientos
destinados a ese uso. Esta costumbre inspiraría profundo
horror a la mayor parte de las sociedades que llamamos
primitivas; nos verían con la misma barbarie que nosotros
estaríamos tentados de imputarles en razón de sus costumbres
simétricas.
Sociedades que nos parecen feroces desde ciertos puntos
de vista pueden ser humanas y benevolentes cuando
se la encara desde otros aspecto. Consideremos a los indios
de las llanuras de América del Norte, que aquí son
doblemente significativos, pues han practicado ciertas
formas moderadas de antropofagia y que además ofrecen
uno de esos pocos ejemplos de pueblos primitivos dotados
de policía organizada. Esta policía (que también
era un cuerpo de justicia) jamás hubiera concebido que el
castigo del culpable debiera traducirse por una ruptura
de los lazos sociales. Si un indígena contravenía las leyes
de la tribu, era castigado mediante la destrucción de
todos sus bienes –carpa y caballos-. Pero al mismo
tiempo, la policía contraía una deuda con respecto a él;
tenía que organizar la reparación colectiva del daño del
cual, por su castigo, el culpable había sido víctima. Esta
reparación hacía de este último deudor del grupo, al cual
él debía demostrar su reconocimiento por medio de regalos
que la colectividad íntegra –y la policía misma– le
ayudaban a reunir, lo cual invertía nuevamente en relaciones;
y así sucesivamente hasta que, al término de una
serie de regalos y contrarregalos, el desorden anterior
fuera progresivamente amortiguado y el orden inicial
restablecido. No sólo esos usos son más humanos que los
nuestros, sino que son más coherentes, aun si se formulan
los problemas en términos de nuestra moderna
psicología: en una buena lógica la “infantilización” del
culpable, que la noción de castigo implica, exige que se le
reconozca un derecho correlativo de gratificación, sin la
cual el primer trámite pierde su eficacia, si es que no trae
resultados inversos a los que se esperaban. Nuestro modo
de actuar es el colmo de lo absurdo: tratamos al culpable
simultáneamente como a un niño, para autorizarnos su
castigo, y como a un adulto, para negarle consuelo; y
creemos haber cumplido un gran progreso espiritual
porque, en vez de consumir a algunos de nuestros semejantes,
preferimos mutilarlos física y moralmente."
naturaleza una impureza incompatible con las normas
que proclaman y que se traduce concretamente por cierta
dosis de injusticia, de insensibilidad, de crueldad. ¿Cómo
evaluar esta dosis? La investigación etnográfica lo
consigue. Pues si es cierto que la comparación de un pequeño
número de sociedades las hace aparecer muy distintas
entre sí, esas diferencias se atenúan cuando el
campo de investigación se amplía. Se descubre entonces
que ninguna sociedad es profundamente buena; pero
ninguna es absolutamente mala; todas ofrecen ciertas
ventajas a sus miembros, teniendo en cuenta un residuo
de iniquidad cuya importancia aparece más o menos
constante y que quizás corresponde a una inercia específica
que se opone, en el plano de la vida social, a los esfuerzos
de organización.
Esta frase sorprenderá al amante de los relatos de viajes
que se emociona frente al recuerdo de las costumbres “bárbaras”
de tal o cual población. Sin embargo, esas reacciones
a flor de piel no resisten a una apreciación correcta
de los hechos y su reubicación en una perspectiva ampliada.
Tomemos el caso de la antropofagia, que de todas
las prácticas salvajes es la que nos inspira más horror y desagrado.
Se deberá, en primer lugar, disociar las formas
propiamente alimentarias, es decir, aquellas donde el apetito
de carne humana se explica por la carencia de otro alimento
animal como ocurría en ciertas islas polinesias.
Ninguna sociedad está moralmente protegida de tales
crisis de hambre; el hambre puede llevar a los hombres a
comer cualquier cosa: el ejemplo reciente de los campos de
exterminación lo prueba.
Quedan entonces las formas de antropofagia que se
pueden llamar positivas, las que dependen de causas místicas,
mágicas o religiosas. Por ejemplo, la ingestión de una
partícula del cuerpo de un ascendiente o de un fragmento
de un cadáver enemigo para permitir la incorporación de
sus virtudes o la neutralización de su poder. Al margen de
que tales ritos se cumplen por lo general de manera muy
discreta –con pequeñas cantidades de materia orgánica
pulverizada o mezclada con otros alimentos–, se reconocerá,
aun cuando revistan formas más francas, que la condenación
moral de tales costumbres implica una creencia
en la resurrección corporal –que será comprometida por la
destrucción material del cadáver– o la afirmación de un
lago entre el alma y el cuerpo con su correspondiente dualismo.
Se trata de convicciones que son de la misma naturaleza
que aquéllas en nombre de las cuales se practica la
consumación ritual, y que no tenemos razones para preferir.
Tanto más cuanto que el desapego por la memoria
del difunto, que podemos reprochar al canibalismo, no es
ciertamente mayor –bien al contrario– que el que nosotros
toleramos en los anfiteatros de disección.
Pero sobretodo, debemos persuadirnos de que si un
observador de una sociedad diferente considerara ciertos
usos que nos son propios, se le aparecerían con la misma
naturaleza que esa antropofagia que nos parece extraña a la
noción de civilización. Pienso en nuestras costumbres judiciales
y penitenciarias. Estudiándolas desde afuera, uno
se siente tentado a oponer dos tipos de sociedades: las que
practican la antropofagia, es decir, que ven en la absorción
de ciertos individuos poseedores de fuerzas temibles el
único medio de neutralizarlas y aún de aprovecharlas, y las
que, como la nuestra, adoptan lo que se podría llamar antropoemía
(del griego emein, “vomitar”). Ubicadas ante el
mismo problema ha elegido la solución inversa que consiste
en expulsar a esos seres temibles fuera del cuerpo social
manteniéndolos temporaria o definitivamente aislados,
sin contacto con la humanidad, en establecimientos
destinados a ese uso. Esta costumbre inspiraría profundo
horror a la mayor parte de las sociedades que llamamos
primitivas; nos verían con la misma barbarie que nosotros
estaríamos tentados de imputarles en razón de sus costumbres
simétricas.
Sociedades que nos parecen feroces desde ciertos puntos
de vista pueden ser humanas y benevolentes cuando
se la encara desde otros aspecto. Consideremos a los indios
de las llanuras de América del Norte, que aquí son
doblemente significativos, pues han practicado ciertas
formas moderadas de antropofagia y que además ofrecen
uno de esos pocos ejemplos de pueblos primitivos dotados
de policía organizada. Esta policía (que también
era un cuerpo de justicia) jamás hubiera concebido que el
castigo del culpable debiera traducirse por una ruptura
de los lazos sociales. Si un indígena contravenía las leyes
de la tribu, era castigado mediante la destrucción de
todos sus bienes –carpa y caballos-. Pero al mismo
tiempo, la policía contraía una deuda con respecto a él;
tenía que organizar la reparación colectiva del daño del
cual, por su castigo, el culpable había sido víctima. Esta
reparación hacía de este último deudor del grupo, al cual
él debía demostrar su reconocimiento por medio de regalos
que la colectividad íntegra –y la policía misma– le
ayudaban a reunir, lo cual invertía nuevamente en relaciones;
y así sucesivamente hasta que, al término de una
serie de regalos y contrarregalos, el desorden anterior
fuera progresivamente amortiguado y el orden inicial
restablecido. No sólo esos usos son más humanos que los
nuestros, sino que son más coherentes, aun si se formulan
los problemas en términos de nuestra moderna
psicología: en una buena lógica la “infantilización” del
culpable, que la noción de castigo implica, exige que se le
reconozca un derecho correlativo de gratificación, sin la
cual el primer trámite pierde su eficacia, si es que no trae
resultados inversos a los que se esperaban. Nuestro modo
de actuar es el colmo de lo absurdo: tratamos al culpable
simultáneamente como a un niño, para autorizarnos su
castigo, y como a un adulto, para negarle consuelo; y
creemos haber cumplido un gran progreso espiritual
porque, en vez de consumir a algunos de nuestros semejantes,
preferimos mutilarlos física y moralmente."
No hay comentarios:
Publicar un comentario