lunes, 26 de julio de 2010

Honrar la vida

"Eso de durar y transcurrir
No nos da derecho a presumir
Por que no es lo mismo que vivir
Honrar la vida."

Eladia Blázquez.

miércoles, 21 de julio de 2010

CLAUDE LÉVI STRAUSS: “Un vasito de ron”

Capítulo 38 del libro "Tristes trópicos" (parte novena, "El regreso") publicado en 1955 por Claude Lévi Strauss.



"Ninguna sociedad es perfecta. Todas implican por
naturaleza una impureza incompatible con las normas
que proclaman y que se traduce concretamente por cierta
dosis de injusticia, de insensibilidad, de crueldad. ¿Cómo
evaluar esta dosis? La investigación etnográfica lo
consigue. Pues si es cierto que la comparación de un pequeño
número de sociedades las hace aparecer muy distintas
entre sí, esas diferencias se atenúan cuando el
campo de investigación se amplía. Se descubre entonces
que ninguna sociedad es profundamente buena; pero
ninguna es absolutamente mala; todas ofrecen ciertas
ventajas a sus miembros, teniendo en cuenta un residuo
de iniquidad cuya importancia aparece más o menos
constante y que quizás corresponde a una inercia específica
que se opone, en el plano de la vida social, a los esfuerzos
de organización.

Esta frase sorprenderá al amante de los relatos de viajes
que se emociona frente al recuerdo de las costumbres “bárbaras”
de tal o cual población. Sin embargo, esas reacciones
a flor de piel no resisten a una apreciación correcta
de los hechos y su reubicación en una perspectiva ampliada.
Tomemos el caso de la antropofagia, que de todas
las prácticas salvajes es la que nos inspira más horror y desagrado.
Se deberá, en primer lugar, disociar las formas
propiamente alimentarias, es decir, aquellas donde el apetito
de carne humana se explica por la carencia de otro alimento
animal como ocurría en ciertas islas polinesias.
Ninguna sociedad está moralmente protegida de tales
crisis de hambre; el hambre puede llevar a los hombres a
comer cualquier cosa: el ejemplo reciente de los campos de
exterminación lo prueba.

Quedan entonces las formas de antropofagia que se
pueden llamar positivas, las que dependen de causas místicas,
mágicas o religiosas. Por ejemplo, la ingestión de una
partícula del cuerpo de un ascendiente o de un fragmento
de un cadáver enemigo para permitir la incorporación de
sus virtudes o la neutralización de su poder. Al margen de
que tales ritos se cumplen por lo general de manera muy
discreta –con pequeñas cantidades de materia orgánica
pulverizada o mezclada con otros alimentos–, se reconocerá,
aun cuando revistan formas más francas, que la condenación
moral de tales costumbres implica una creencia
en la resurrección corporal –que será comprometida por la
destrucción material del cadáver– o la afirmación de un
lago entre el alma y el cuerpo con su correspondiente dualismo.
Se trata de convicciones que son de la misma naturaleza
que aquéllas en nombre de las cuales se practica la
consumación ritual, y que no tenemos razones para preferir.
Tanto más cuanto que el desapego por la memoria
del difunto, que podemos reprochar al canibalismo, no es
ciertamente mayor –bien al contrario– que el que nosotros
toleramos en los anfiteatros de disección.

Pero sobretodo, debemos persuadirnos de que si un
observador de una sociedad diferente considerara ciertos
usos que nos son propios, se le aparecerían con la misma
naturaleza que esa antropofagia que nos parece extraña a la
noción de civilización. Pienso en nuestras costumbres judiciales
y penitenciarias. Estudiándolas desde afuera, uno
se siente tentado a oponer dos tipos de sociedades: las que
practican la antropofagia, es decir, que ven en la absorción
de ciertos individuos poseedores de fuerzas temibles el
único medio de neutralizarlas y aún de aprovecharlas, y las
que, como la nuestra, adoptan lo que se podría llamar antropoemía
(del griego emein, “vomitar”). Ubicadas ante el
mismo problema ha elegido la solución inversa que consiste
en expulsar a esos seres temibles fuera del cuerpo social
manteniéndolos temporaria o definitivamente aislados,
sin contacto con la humanidad, en establecimientos
destinados a ese uso. Esta costumbre inspiraría profundo
horror a la mayor parte de las sociedades que llamamos
primitivas; nos verían con la misma barbarie que nosotros
estaríamos tentados de imputarles en razón de sus costumbres
simétricas.

Sociedades que nos parecen feroces desde ciertos puntos
de vista pueden ser humanas y benevolentes cuando
se la encara desde otros aspecto. Consideremos a los indios
de las llanuras de América del Norte, que aquí son
doblemente significativos, pues han practicado ciertas
formas moderadas de antropofagia y que además ofrecen
uno de esos pocos ejemplos de pueblos primitivos dotados
de policía organizada. Esta policía (que también
era un cuerpo de justicia) jamás hubiera concebido que el
castigo del culpable debiera traducirse por una ruptura
de los lazos sociales. Si un indígena contravenía las leyes
de la tribu, era castigado mediante la destrucción de
todos sus bienes –carpa y caballos-. Pero al mismo
tiempo, la policía contraía una deuda con respecto a él;
tenía que organizar la reparación colectiva del daño del
cual, por su castigo, el culpable había sido víctima. Esta
reparación hacía de este último deudor del grupo, al cual
él debía demostrar su reconocimiento por medio de regalos
que la colectividad íntegra –y la policía misma– le
ayudaban a reunir, lo cual invertía nuevamente en relaciones;
y así sucesivamente hasta que, al término de una
serie de regalos y contrarregalos, el desorden anterior
fuera progresivamente amortiguado y el orden inicial
restablecido. No sólo esos usos son más humanos que los
nuestros, sino que son más coherentes, aun si se formulan
los problemas en términos de nuestra moderna
psicología: en una buena lógica la “infantilización” del
culpable, que la noción de castigo implica, exige que se le
reconozca un derecho correlativo de gratificación, sin la
cual el primer trámite pierde su eficacia, si es que no trae
resultados inversos a los que se esperaban. Nuestro modo
de actuar es el colmo de lo absurdo: tratamos al culpable
simultáneamente como a un niño, para autorizarnos su
castigo, y como a un adulto, para negarle consuelo; y
creemos haber cumplido un gran progreso espiritual
porque, en vez de consumir a algunos de nuestros semejantes,
preferimos mutilarlos física y moralmente."

EDMUND LEACH: Nosotros y los demás

Fragmento del capítulo "Nosotros y los demás" perteneciente al libro "Un Mundo en explosión" (1967) de Edmund Leach.






"La violencia aparece en el mundo porque nosotros, seres humanos, estamos continuamente creando barreras artificiales entre los hombres que son como nosotros y hombres que no lo son. Clasificamos a los hombres como si fueran especies distintas, y es entonces cuando tememos a los demás. Estamos aislados, solitarios y asustados, porque el vecino es nuestro enemigo."

Edmund Leach.

jueves, 15 de julio de 2010

“Ensayo: La incertidumbre”

(Ensayo realizado en 2008 para la materia Taller de expresión I de la carrera Ciencias de la Comunicación de la UBA)

Introducción

El siguiente ensayo tiene como disparador una idea que atravesó mi conciencia hace ya varios años: la incertidumbre. Esta duda interna que encontró su auge en mi adolescencia no solo marcó para siempre mi manera de percibir el mundo sino que también se transformó en una fuente inagotable de reflexión acerca de cómo el ser humano se relaciona y lucha con ella.

Desde muy chico creí tener la solución a todo. Con infatigables “¿Por qué?” perseguía a mi madre por toda la casa. Mi sed de conocimiento se había desatado, ¡necesitaba saberlo todo! Sin embargo, poco antes de terminar mis estudios secundarios el germen descartiano entró en mis venas y como un castillo de naipes todas mis seguridades se fueron desplomando…

Ensayo

“La gran mayoría no quiere la libertad, le teme. El miedo es un síntoma de nuestro tiempo. Al extremo que, si rascamos un poquito la superficie, podremos comprobar el pánico que subyace en la gente que vive tras la exigencia del trabajo en las grandes ciudades”

Ernesto Sabato

“La fe comienza precisamente donde acaba la razón”

Kierkegaard

Comencemos con la siguiente pregunta: ¿Por qué todas las personas tienden a buscar respuestas para todo? Cuando se escucha a alguien explicar sus razones sobre una acción propia se observa una tendencia constante a llenar todos los vacíos lógicos, por más profundos que sean. Esta tendencia, que funciona como una atracción gravitatoria hacia la justificación, parece estar ligada a una extraña necesidad de certeza infranqueable, una especie de vacuna para combatir la insoportable sensación que padecemos cuando no encontramos una respuesta racional a un asunto. Muy rara vez una persona contestará un “no se” cuando se le pregunte por la causa de un hecho. Cuando nos deja nuestra pareja, por la razón que sea, tendemos a contestar nuestras dudas de una manera tan lógicamente correcta como estúpida. “¡Entonces nunca me amaste!” o “seguro que ya estaba con otra persona” son las más utilizadas.

En varias ocasiones me he puesto a analizar los argumentos de las personas para con una idea o un hecho. He notado que con mayor o menor intensidad todos poseen una parte débil; Todos son permeables a una objeción. La balanza se inclina para un lado u otro dependiendo de la perspectiva con que se realice la observación. ¿Entonces donde se encuentra el meollo del asunto? Si todo argumento es factible a ser refutado ¿No existen argumentos cien por ciento válidos? ¿El consenso depende solo de la perspectiva en común que tenga la mayoría? Pensemos por un instante como cuestiones de gran peso como el racismo, los derechos de la mujer, la esclavitud, la pena de muerte –por nombrar solo a algunas- solo desaparecieron cuando la mayoría de la sociedad cambió su visión sobre ellas.

De alguna manera en la antigüedad todos los hechos naturales y desconocidos poseían, a falta del conocimiento científico, una explicación divina. Por lejana que parezca esta metodología se sigue aplicando en la actualidad con la diferencia de que ahora se trata de otro tipo de “dioses”. Los seres humanos tendemos a asociar los hechos de manera que nada ocurra “porque sí”, sino que todo esté lo más encadenado posible. De esta manera la vida pierde complejidad y se torna más sencilla a nuestros ingenuos e impacientes ojos.

Hoy en día se sostiene en muchas teorías que uno percibe el mundo a través de un sistema de representaciones, es decir, un conjunto de clasificaciones mediante las cuales ordenamos la realidad que nos rodea. Esto puede llegar a convertirse en un arma de doble filo ya que si este sistema se mantiene cerrado a nuevas reestructuraciones no solo se restringe fuertemente nuestra capacidad cognitiva sino que también se limita enormemente la comunicación.

Analizando históricamente este problema podemos decir que desde el renacimiento la razón, utilizando al Iluminismo como vehículo, se ha impuesto en nuestras conciencias. Como Moisés, el racionalismo había venido a liberarnos de la tutela religiosa encontrando en la modernidad un nuevo y amplio campo de aplicación: la ciencia. Contrario a lo que se esperaba la modernidad no cumplió con sus promesas y dejó en el camino huecos inevitablemente vacíos. Creo que en la actualidad la razón y la búsqueda de certeza son prioridades mayores en nuestros pensamientos. En algún momento la racionalización se instaló como estructura de percepción y amplió el horizonte del conocimiento dando esperanzas a que la verdad, absoluta y objetiva, era alcanzable y se encontraba cada vez más cerca. En este análisis no podemos dejar al margen al sistema capitalista y su afán por generar un ser humano individualista, asocial e insatisfecho. En fin.

“El hermoso consuelo de encontrar el mundo en un alma, de abrazar a mi especie en una criatura amiga”

F. Hörderlin

Con el paso de los años la personalidad de cada uno de nosotros se va conformando y haciendo más fuerte (por algo nuestros padres tienen esa rigidez imposible de quebrantar y que tanto nos molesta). Sin embargo, cada personalidad necesita rigurosamente de cierta certeza en su formación. Uno se maneja en la sociedad con máximas que son producto de nuestras experiencias. Algunas veces estas formas de pensar son más rígidas y otras no tanto. Es así como cada experiencia vivida muchas veces nos nutren y muchas otras nos vienen en contramano. Muchas veces nos cruzamos con personas que están tan arraigadas a sus ideas que por más fuerte que sean los argumentos que se le presenten estos no pueden poner ni siquiera en duda su forma de ver las cosas. ¿Podemos calificar esta postura como correcta o incorrecta? Creo que no, hacerlo implicaría polarizar la comunicación y engordar aún más la brecha entre ambas partes. Al relacionarnos, la incertidumbre juega un papel central. La conformación de “el otro” y la noción de lo ajeno muchas veces nos juegan en contra. ¿Cuántas veces evitamos el contacto con personas debido a que no comprendemos su modo de actuar? O mejor aún ¿Con cuántas personas con las que hoy en día mantenemos una buena relación al principio nos llevábamos “a las patadas”?.

El “mundo de las etiquetas” es un lugar placentero, de tentaciones por doquier. Sin embargo creo que lo que se pierde al clasificar a alguien, al “meterlo en la misma bolsa” que un conjunto, es nada menos que la particularidad. Se elimina por completo las características diferenciales de cada uno y con ellas la posibilidad de relacionarse. Si uno no esta dispuesto a arriesgar sus creencias se puede perder de las más extraordinarias maravillas de la vida. En fin.

“No cuestiones lo ya establecido”

Por lo general en el campo de la política, y sobre todo a través de los medios de comunicación, se simplifica la información con una impunidad que no debería nunca dejar de sorprendernos. Las versiones maniqueas de los asuntos políticos impuestas por los medios y repetidas por nosotros parecen responder a una demanda de comprensión de los hechos que en la mayoría de los casos carece de un análisis, por los menos, serio.

Lamentablemente una postura en la que no se contemplen verdades absolutas es bastante difícil de mantener ya que implica una actitud de resistencia constante que, con el tiempo, nos termina desgastando. Además, esta posición frente al mundo muchas veces es atacada socialmente. Por un lado los medios de comunicación, en general, muestran a la vida humana de manera fuertemente simplificada. Desde las publicidades, las películas y novelas, los noticieros, cuyas noticias son presentadas en su mayoría como “lo que hay que saber”, pasando por el contenido de los programas (tanto radiales como televisivos) hasta, en muchos casos, el arte mismo (si es que esto no se contradice con la noción misma del arte) reducen la vida humana a un mero conjunto de esferas predeterminadas (la familia, el trabajo, las relaciones amorosas, la infancia, la adolescencia y la adultez, la amistad, etc.) en donde uno posee una especie de repertorio finito de posibilidades (de tipos de relaciones, de tipos de problemas, de tipos de actitudes, etc.). Por desgracia, si a uno no le alcanza este repertorio está en graves problemas en una sociedad como la actual. Cada vez más se reducen más los espacios de debate, parece ser que directamente hay temas de los cuales no se hablan. El estímulo para la reflexión en la actualidad es prácticamente nulo.

“Es más fácil desintegrar un átomo que derrumbar un prejuicio”
Albert Einstein

Pienso que no aceptar la incertidumbre como parte de nuestras vidas implica cerrar muchas puertas, implica no permitirse nuevos caminos y sensaciones. Claro está que es muy placentero cuando sentimos que comprendemos el mundo y que podemos controlarlo. Sin embargo, muchas veces el mundo y el modo en que los percibimos no coinciden. De nosotros depende. El no aceptar verdades absolutas, desconfiar de las ideas ya impuestas, replantearnos nuestras propias creencias, desnaturalizar lo cotidiano, son prácticas que deberíamos ejercer con frecuencia. No se puede comprender antes de conocer. El prejuicio es uno de los gérmenes qua más afecta a la comunicación humana. La comprensión, mejor dicho la sensación de comprensión, no es un punto de llegada, sino que es un momento en el camino.

La incertidumbre se nos impone como una barrera obstaculizando el conocimiento. El camino más fácil siempre es quedarse en la seguridad de nuestras ideas y solo mirar al mundo. Solo saltando esta barrera se vive la realidad, pero corremos el riesgo de no comprenderla.



“Cuando somos sensibles, cuando nuestros poros no están cubiertos de las implacables capas, la cercanía con la presencia humana nos sacude, nos alienta, comprendemos que es el otro el que siempre nos salva”

Ernesto Sabato